La última puesta en escena

Es más común de lo que pueda pensarse. En el salón de clase, el profesor pregunta “¿Quién ha sentido el deseo de fingir su muerte y empezar de nuevo en otra parte?”. La clase, una mezcla de pubertos que no pasan de los 20 años, se convierte en un campo de brazos levantados, para sorpresa del profesor.

El origen

Una de mis bandas españolas favoritas, Barón Rojo, habla de que somos hijos de Caín. Atina en darle a cada hermano su lugar: Caín, el rebelde; Abel el cobarde. Hasta ahí vamos bien. Pues todo comienza con una escena en la que en un acto de “lameculismo” Abel ofrenda a un dios narciso con una ofrenda “más bonita” que la de Caín, quien hizo lo mejor que pudo con lo poco que tenía (vivían en un desierto desde que el mismo dios echó a patadas a sus padres del Edén). Y de ahí surge una supuesta rivalidad entre los hermanos.

El libro nos cuenta que Caín mató a Abel por envidia, por celos, porque nos vende la idea de que a Caín (el único con carácter de los dos) le importaba tres pesos lo que pensara ese dios inseguro de sí mismo que necesitaba ovejas muertas para sentirse mejor. Sin embargo, Abel fue el primer humano en practicar el pseudocidio, como se conoce a la práctica de fingir su muerte. 

Cansado de tener que ser el bueno y de que dios demandara de él sus mejores ovejas, adornadas de flores del desierto, Abel ideó un plan para ser libre. Aprovechando la rabia que Caín demostró a dios cuando despreció su ofrenda (unos vegetales frescos de su huerta, porque sabía que el camino de las ovejas les llevaría a las reses y al cambio climático), fingió su muerte y desapareció, dejando que maldijeran a su hermano y el futuro de su ‘sobrinada’.

Una vez desterrado, durmiendo bajo el abrigo de las estrellas, Caín encontró la muerte a manos de Abel, quien tomó su identidad, robó la marca que dios le había dado como amuleto y se libró de la esclavitud de las ofrendas y lisonjas. Todo esto se explica en la escena poscreditos de la película del Génesis, capítulo 4. Abel, ahora Caín, conoce a una mujer, funda una ciudad y su descendencia tiene como herencia la mentira, la falsificación de documentos, la muerte (de ovejas y de hombres), pero eso sí, un amplio deseo de libertad.

Fingir la muerte en la vida real

No hay forma de hablar de un psudocidio efectivo, porque los verdaderos casos exitosos son aquellos de los que nadie nunca en ningún lugar podría enterarse; sólo el pseudocida sabe que ha tenido éxito, pero éste se invalida en el momento en el que se lo deje saber a alguien más (incluso en una carta o testamento que sea leído después de su muerte), de la misma forma en que sólo los muertos saben qué hay después de la muerte, pero no pueden decírselo a nadie. Sencillamente hermoso.

Fingir la muerte propia parte de nuestra ansiedad, del ego, del hastío, o de pensar que al “resetear” la vida es posible no cometer los mismos errores, decirse las mismas mentiras, tropezar con la misma piedra o con una terriblemente parecida en forma y fondo. Como si afeitarse y bañarse, cortarse el pelo, cambiarse de nombre, de pasaporte, incluso de género (¿por qué no?), pudiera hacernos mejores personas o cambiar nuestra suerte por arte de magia.

En la vida real, Sir Timothy Dexter, fingió su muerte para ver si la gente lloraba en su funeral, terminó descubriendo su montaje para azotar a su esposa al ver que no lloraba “lo suficiente”; John Darwin, exprofesor (¿existirá algún profesor que no haya pensado en desaparecer?), armó una treta con la complicidad de su esposa, cobraron seguros de vida y pensiones, pero les arrestaron por una selfie comprando una casa en Panamá; y Markus Schrenker, lo intentó con estilo, con una avioneta, salto en paracaídas, etc., pero le atraparon porque había sido parte de un desfalco monetario de grandes proporciones.

En la lista no figuran muchas mujeres, asumo que se debe a que han tenido éxito real en eso de fingir sus muertes. Son tan eficientes que a veces no tienen que mover un dedo para que el mundo a su alrededor les encubra, como le sucedió a Petra Paszitka en Alemania, quien huyó de casa un día para no volver, pero su pueblo, la policía y hasta un asesino se encargaron de darla por muerta. Treinta años después, ante la pregunta de un policía por su documento de identidad, se encogió de hombros con la sutileza que tienen las mujeres y dijo algo así como «Nunca se tomaron la molestia de preguntarme si estaba viva».

Fingir la muerte en la vida ficticia

Evidentemente, el de Abel es sólo uno de tantos que se pueden sacar haciendo ‘fanfic’ del antiguo testamento. No me voy a meter con el nuevo porque ya tengo suficientes enemigos. Pero el pseudocidio siempre será un tema recurrente de la literatura y una herramienta fuerte para la creación artística. Pues la ficción tiene mucho del carácter de Abel: mentir, falsificar documentos, robar identidades, ser libres al fin…

En El Conde de Montecristo, Edmundo Dantes finge su muerte y adopta varias personalidades para vengarse… interesante y hermoso a la vez; en Wakefield de Nathaniel Hawthorne, posiblemente inspirado en Sir Timothy Dexter, nuestro protagonista desaparece y pasa 20 años viviendo a la vuelta de su casa, para poder espiar en la misma todos los días… Recomiendo leer a Borges hablando de esto en una de sus “inquisiciones”; Krusty el payaso finge su muerte para evadir al fisco en la séptima temporada de Los Simpsons; y, de una forma más esotérica para el horario estelar, Pedro José Donoso murió para volver como Salvador Cerinza en la telenovela En cuerpo ajeno. 

Tampoco en la ficción tengo memoria de mujeres fingiendo su muerte, pero mi memoria es escasa y llena de vacíos. En el mundillo de la ficción ocurren cosas peores, como grandes escritoras que han tenido que fingir su muerte a la hora de firmar sus obras para figurar como hombres y “ser tomadas en serio”. Son los casos de las hermanas Brontë, Laura Albert y J.K. Rowling (sí, la misma de Harry Potter), y muchas otras, que apenas si se está destapando la olla podrida del heteropatriarcado en todos los campos del saber… Pero tengo que retomar el rumbo de este texto, con el perdón de todas y todos.  

¡Amy Dunne! En esa novela y película escritas por Gillian Flynn que llevan por título Gone girl. Es un buen caso que rescata mi memoria en la que el personaje que finge su muerte es una mujer, con el hecho adicional de que fue escrito por una mujer. No quiero adelantar las razones por las que Amy huye, pero vale la pena leer la novela o ver la película.

Ahora sí, (continúo con un ápice adicional de tranquilidad) la última parte de este texto.

Entre la realidad y la ficción

El profesor ve los brazos levantados y pide a los jóvenes que vuelvan a bajarlos. “Interesante sondeo… ¿Cuáles son las razones que nos llevan a desear con tanta pasión empezar de nuevo?”. El profesor les dobla en edad y en errores, por eso la necesidad de establecer ese diálogo. Y las razones son variadas pero siguen hilos conductores firmes.

La vida contemporánea, de redes sociales, de necesidad absurda de atención y aprobación; las trampas del capitalismo, la carrera de la rata; la culpa, eso que crece con mayor facilidad en la mente adolescente (la de los estudiantes y la del profesor); la incertidumbre, porque siempre que uno está metido en un hueco es más difícil calmarse si no se puede tener seguridad de que fuera del hueco las cosas van a estar mejor; el aburrimiento, el hastío o pensar que al “resetear” la vida es posible no cometer los mismos errores, decirse las mismas mentiras, tropezar con la misma piedra o con una terriblemente parecida en forma y fondo.

Empezar de nuevo, en un lugar donde nadie nos conozca, como si cambiar de pasaporte o de apariencia pudiera hacer algo con el hígado dañado por el alcohol y el cigarrillo, las rodillas enfermas o el cáncer que ha estado creciendo cerca del páncreas porque, al parecer, los pasabocas empaquetados y las gaseosas no eran tan buenas en serio… Volver a comenzar y ser otro, ser otra, comer brócoli, ser capaz de ceder, aprender a comunicarse o simplemente dedicarse a servir a los demás para evitar las confrontaciones.

La muerte, la de verdad, inevitable ella, aguarda por nosotros mientra se termina su merienda. Por mi parte, fingiré mi muerte, recuerden esto el día de mi funeral de ataúd cerrado (de cuerpo ausente), por más de que les echen un cuento sobre la forma o las razones por las que no me encuentro con ustedes. Quizás deba mentir mares, falsificar documentos, robar otra identidad, pero al igual que tantísimos nazis que vivieron sus vidas y murieron de verdad (pero de Covid-19) en Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil; al igual que Elvis, Jimmy Hendrix, Carlos Castaño (a quien vieron en Israel), o Michael Jackson (David Bowie subió al cielo en cuerpo y alma), yo fingiré mi muerte y haré uso de mi amplio deseo de libertad heredado desde el principio de los tiempos.

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