De vuelta a casa

Poseidón, enfurecido con Ulises, le condenó a vagar por el mar para que nunca regresara a Ítaca, donde lo esperaban Penélope, su esposa, y Telémaco, su hijo. Es posible que Ulises hubiese podido regresar más rápido a casa, si hubiera esperado cinco minutos a que pasara el bus de Igsabelar.

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Hubo un tiempo en que se podía viajar en bus por Bucaramanga. Antes de que talaran los árboles para construir el Metrolínea, antes de que “modernizaran” la ciudad llenando todo de concreto y centros comerciales.

Las rutas de buses urbanos conectaban la ciudad y su área metropolitana, tenían nombres de barrios o sectores como Terrazas, Rincón, Poblado, Altamira, Caracolí, Modelo, Real de Minas, Limoncito, Gaitán, Villa Rosa, Bellavista, Villabel, Bucarica o Lagos-Estadio, entre otras decenas de nombres. Para mí el más raro de todos siempre fue Igsabelar. Tenía un letrero atravesado por una diagonal que lo dividía en dos colores: amarillo y rojo.

Era la ruta que pasaba por todas partes y que terminaba salvando a cualquier persona extraviada porque, tarde o temprano, llevaría al viajero al lugar donde le estaban esperando.

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Era una época más difícil, ir a cine era complicado, había opciones como  El Riviera, El Cid, El Royal, Cinemas 1 y 2, Cabecera y Cine Cañaveral. La película que queríamos ver, GoldenEye, la pasaban solo en Cañaveral, en el sur, en Floridablanca. Era el teatro más alejado del mundo, pero mi primo Camilo consiguió que mi mamá nos autorizara a ir hasta allá, si llegábamos a la función de las 2:30pm, podríamos volver a casa antes de que estuviera oscuro.

Por supuesto, para ir a Cañaveral uno se subía al bus de Cañaveral y pagaba $180 del pasaje ($180, no $2800, así de vieja es esta historia) y en el bus teníamos la ventaja de ir ocupando todo el asiento y sortearnos quién se sentaba junto a la ventana. El viaje tardaba veinte minutos desde mi casa y podíamos hablar de otras películas, del colegio, de juegos de Super Nintendo, o simplemente insultar peatones a través de la ventana y rompernos de la risa.

Era una época más difícil, montar en bus era complicado, por lo menos si ibas solo, porque debías sentarte en el borde del asiento que daba al pasillo, si te hacías en el otro extremo corrías el riesgo de que se hiciera a tu lado un ladrón que te arrinconaba contra la ventana para robarte, una fanática religiosa a hablarte de Jehová, o un degenerado que intentaba meterte mano por encima o por debajo de la pantaloneta.

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La película estuvo de maravilla. Con un billete de $2000 pudimos comprar crispetas y Coca-cola para disfrutar de la escena inicial: James Bond, interpretado por Pierce Brosnan, hacía un salto en bungee de 220m en el muro de una represa. El salto era real, lo había dicho Ruth en Noticias MTV, era real porque estamos hablando de un tiempo anterior a los efectos de CGI, cuando Nokia dominaba la telefonía celular y el cadáver de Kurt Cobain estaba tibio todavía.

Pero ni Camilo ni yo éramos expertos en salir de Cañaveral y ninguna ruta de bus se llamaba San Alonso como para estar seguros de que nos llevaría de vuelta sin problema. En ese entonces (hablo de hace 26 años como si hablara del siglo XIX… aunque lo era en su versión steampunk) la gente memorizaba las rutas de los buses por los colores de los letreros o por el bigote del chofer.

Estábamos de pie, esperando un bus que nos sirviera, donde terminaba el puente peatonal que pasa por encima de la autopista. Ahora hay en ese recodo un centro comercial circular, la edificación más parecida al infierno de Dante que pueda encontrarse en el oriente colombiano. Estábamos ahí cuando vimos el letrero conocido, el roji-amarillo, la ruta confiable, que servía para salir de Sanandresito e ir a la casa o de San Pío e ir a la casa, y para ir de la casa a la UIS.

Ese día aprenderíamos que servía para ir desde el lejano sur hasta la casa… pero también aprenderíamos a qué precio.

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Subidos en el bus casi vacío, hicimos lo que dos niños hacen después del cine: contar una y otra vez la película, despejar dudas, criticar acciones, por qué el villano es tan torpe, por qué cuenta su plan antes de estar totalmente seguro de poder realizarlo… preguntas de física, de química, tratando de poner a prueba la verosimilitud del mundo de ficción que acabábamos de ver en proyecciones lumínicas de rollos de película de 35mm.

Y así pasaron los primeros dieciocho minutos. Siempre había un momento de descanso, de silencio, casi, de mirar por la ventana algo insólito que estuviese pasando afuera, alguien con una ropa extraña, alguien con una cara rara, alguien increíblemente hermoso, alguien de nuestra vida cotidiana y rutinaria de colegio, pero vestido “de civil”, sin la camisa blanca o sin la falda a cuadros.

Después volvimos a los temas de siempre: películas de acción, fútbol, videojuegos, bicicletas, alguna aventura escolar que incluyera una pelea a puños, una hazaña deportiva o un final romántico… Hasta que ambos nos percatamos de que el viaje estaba tomando mucho tiempo porque el bus se había desviado de la autopista y se adentraba en territorios conocidos, pero distantes. Y la tarde comenzaba a morir.

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El problema era la ruta. En efecto, Igsabelar sí pasaba por todas partes; me atrevería a decir que la idea de El Autobús mágico la sacaron de un viaje en Igsabelar (con LSD, claro). Cuando estábamos en Real de Minas, Camilo dijo que conocía a una señora amiga de su mamá que vivía en uno de esos conjuntos, incluso discutimos la idea de bajar del bus (sin dinero en los bolsillos) y jugarnos la carta de la amiga que llamaría a nuestras madres para que alguien nos rescatara. Pero era una jugada muy arriesgada, sin duda, así es como los niños terminaban oliendo bóxer y viviendo en la calle, o al menos eso era lo que nos decían entonces, los niños de la calle eran niños que se le perdían a sus padres en el centro comercial o buscando telas en los locales del centro de la ciudad.

El bus pasó por el mismo lugar y sentimos miedo. La ruta daba una vuelta por Real de Minas que terminaba pasando por la misma calle, pero del otro lado. Para nosotros algo así de absurdo parecía una señal de que estábamos adentrándonos al infierno, “un error en la matrix” a pesar de que faltaban años para que se estrenara esa película y la expresión tomara importancia. Tuvimos miedo, por supuesto, como pueden tener dos niños en un bus que da vueltas por toda la ciudad y no parece llegar nunca a casa.

Hablamos por quinta vez con el chofer que respondía siempre “Sí” a la pregunta de si el bus pasaba por el Mercadefam de la carrera 33 o el parque San Pío o el hospital “Ramón González Valencia”, o alguno de los lugares que conocíamos bien, alguna de las calles donde caminar sería una opción para encontrar el camino a casa.

Quince minutos después estábamos en la carrera 27, un territorio conocido, la calle 48 y finalmente la carrera 33, cuando apenas empezaba a oscurecer. No es más que una anécdota común, que se quedó fija para siempre en mi memoria.

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(2020) Una pandemia azota el planeta Tierra. Aquella ruta de bus no circula más por la ciudad. De hecho la amenaza de un virus en el ambiente hace que el 75% de las personas tampoco circule por la ciudad. Los cinemas de antaño como los conocíamos dejaron de existir, también la emoción infantil de ir a encerrarse en una sala oscura con aire acondicionado para ver escenas de acción proyectadas en una pantalla blanca… Así como tantas otras cosas.

La cuarentena ha logrado que muchos de los días se parezcan, como en el Día de la marmota, pero con consecuencias. Toda la cotidianidad podría verse como una suerte de castigo eterno impuesto a los hombres y mujeres por los dioses griegos: el domingo eterno, la loza que se lava y vuelve a ensuciarse, las reuniones de teletrabajo (inútiles como las labores de las hijas de Dánao)… y los ataques de nostalgia, el recorrido de la mente por el pasado, tan grande y extraño como la ruta de Igsabelar.

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Ilustración: la imagen que acompaña el texto es una de las tantas ilustraciones que la artista bumanguesa Sofía Bernal (@_sofiabe) hizo para Pingo, el juego de mesa.

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