Recuerdos inventados

«He vuelto por ti… a recordarte algo… algo que una vez supiste… que este mundo no es real» (Cobb en Inception).

La memoria humana es la fuente de toda alegría y todo sufrimiento. Si pudiera darme el lujo de hablar en absolutos, diría que es la única razón por la que evolucionamos hasta esta hermosa era en la que las gentes usan Tinder, van a la iglesia, luchan contra el sistema y toman Coca-cola en un mismo día de historias en Instagram. Pero hablar en absolutos es altamente irresponsable.

¿Cómo funciona la memoria humana? Quizás sea necesario recurrir a referencias de los años ochenta y noventa del siglo pasado para explicarlo mal (si buscaban una buena explicación deberían leer a un neurocientífico, un psicólogo, un psiquiatra o un barman consagrado). Resulta que tenemos la mala creencia de ver la memoria humana como un fichero de biblioteca o los lockers del gimnasio: un bloque con pequeños compartimentos, uno para cada “recuerdo”.

Frases de borrachos como “se me borró el cassette” nos sugieren una memoria de cinta de audio TDK en la que vamos pegando información en forma lineal, pero la realidad es que la memoria humana tiene un almacenamiento más parecido al de los discos duros de un computador: un archivo está guardado en tantas y distintas partes que no es fácil recuperarlo o perderlo del todo en caso de algún daño o virus o sobrecarga de energía. (Quienes tuvieron que formatear el disco mil veces y volver a instalar Windows 98 saben a qué me refiero).

El cerebro humano es un arma potente y compleja, es un órgano interesado en darle sentido a todo lo que pasa a su alrededor, en ese afán de explicar el mundo toma un poquito de aquí y un poquito de allá, síntesis de proteínas y conexiones sinápticas para evocar los “recuerdos”. La magia de la bioquímica, imagine que destapa la olla de la sopa y se proyecta en el techo de su cocina una escena de un padre empujando a un niño en un columpio, felices los dos, tarde de mayo, cielo parcialmente nublado, olor a eucaliptos y dientes de león creciendo junto a unas rocas lamosas. ¿Cómo negarse a creer que es una imagen real?

Pero los recuerdos se proyectan y se vuelven a desperdigar, quizás en una especie de carpeta que diga “FelicidadInfanciaTemprana” (quienes usaron DOS y Windows antes del 95 entienden por qué hay que nombrar así la carpeta sin espacios, mucho menos tildes o la letra “ñ”). La persona cuenta la misma historia sobre un hecho con pequeñas modificaciones hasta que se cambia del todo porque otra parte del cerebro quiere mantener la cordura. No recordamos hechos sino algo así como el recuerdo de los hechos.

Los álbumes de fotos que dejaron de usarse con la popularización de la fotografía digital eran nuestra forma de mostrarle al cerebro una pequeña evidencia de algo para que él pudiera encargarse de armar la historia. Pero la verdad es que los hechos verdaderos, “la verdad verdadera” existió solo una vez. De la misma foto habrá tantas versiones como testigos de los hechos… e irán cambiando una y otra vez al punto de hacernos dudar si las cosas pasaron o no. La fotografía es la única prueba tangible (una página de un diario no es tan exacta porque generalmente se escribe con horas o días de diferencia) del instante… todo lo demás es acaso un intento de hacer poesía.

La tusa, como se le llama en Colombia al “mal de amores” o ese estado de conmoción que viene después de la ruptura de una relación afectiva entre dos personas o “duelo de la muerte en vida”, es el mejor ejemplo para hablar de la ilusión de la realidad o las trampas de la memoria. La persona entusada entra en una espiral de sufrimiento causado por hechos reales: la ruptura; y recuerdos parciales: las imágenes reales o mentales de lo que fue y, peor aún gracias a la capacidad creativa del cerebro, las imágenes mentales de lo que pudo haber sido (que además en español es bien jodido eso del modo subjuntivo).

Por eso el primer paso para recuperarse de un duelo bien podría ser la destrucción total de cualquier cosa que pueda ayudar al cerebro a reconstruir pasados parcialmente ficticios; sin quererlo, la capacidad asombrosa del cerebro podría hacernos más daño que bien en una situación de fragilidad emocional. Cualquier consejo de la música popular cobra sentido, los cantantes de la neurociencia hablan de “romper fotos” o “beberse recuerdos” con toda razón. Un genio británico dijo en una de sus canciones “las cosas que ocurrieron en el pasado solo ocurrieron en tu mente, olvídate de tu mente y serás libre”, que tiene una aplicación más general y no solo en el melodrama de las rupturas amorosas.

Y hay algo más. Los cerebros humanos son altamente viciosos. Son verdaderos junkies de las endorfinas, esa droga mágica (“natural” como les gusta a los pseudohippies) que se cocina en el cerebro cuando hacemos ejercicio, nos toqueteamos con alguien, meditamos o escuchamos música melódica… Pero que alteran también los recuerdos por esa adicción tan humana al placer. ¿Existe la memoria individual? ¿O acaso solo existe la narrativa individual y una suerte de memoria colectiva que se apoya en los registros? La narrativa individual es lo que nos mantiene vivos y funcionando en el mundo, creer que tenemos propósito, planes, razones; la memoria colectiva es la que preservan los historiadores, por eso fue tan importante la aparición de la escritura.

Dos hermosos momentos de los registros escritos: uno es el de Salomón en ese poderoso libro en el que dice primero que nada nuevo hay bajo el sol y remata diciendo “No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después”. El segundo, nos dice que nuestra memoria es como las ruinas de Ozymandias en el soneto de Percy Bysshe Shelley que nos pide contemplar sus obras y desesperar… pero a su alrededor solo se extienden “las solitarias y llanas arenas”.

Esta historia continuará…

Compartir