Inhala y exhala

Los humanos contemporáneos peleamos todo tipo de batallas y vivimos inmersos en contradicciones de distintos tamaños y colores. El apelativo de “droga” se le pone a cualquier sustancia que altere la conciencia y que afecte la salud. Las más aceptadas en los últimos 500 años: el alcohol y el tabaco.

Cuando era niño la gente fumaba en los buses y en la fila del cine; en los bancos, el espacio para hacer fila se demarcaba con cordones que se enganchaban a postes de un metro de altura con un cenicero en la punta para que la clientela sacudiera allí sus cigarros mientras esperaba su turno. Los autos venían con ceniceros en cada puerta y, por supuesto, era posible fumar a bordo de un avión, un ascensor, o en el consultorio del psiquiatra… No, no tengo 100 años, hace apenas 30 la gente fumaba mientras almorzaba en cualquier restaurante o en los pasillos de un centro comercial. 

El vicio

La gente, siempre tan bella y ocurrente, es amante de armar teorías pseudocientíficas alrededor de las adicciones, se basan en supuestos principios morales, los mandatos de la religión o la posición de Saturno con referencia a Júpiter, para encontrar explicaciones de por qué Ricardito es adicto a la pornografía o Susanita no puede parar de fumar basuco. ¡Es por culpa de las constelaciones que la tía abuela de Rubén no salía del casino! 

Las adicciones son problemáticas porque se enganchan en todos los centros de placer del cerebro. No me cansaré de repetirlo: “somos adictos al placer”. Si el cerebro encuentra algo que le dispara la producción de hormonas y neurotransmisores asociados a todas las sensaciones “buenas”, nos llevará a repetir ese algo una y otra vez; funciona para todo, desde limpiar hasta ir a misa, pasando por el sexo, el coleccionismo, ir al supermercado, el juego, las relaciones tóxicas, el ejercicio, la comida y las “drogas”, por mencionar algo del montón.

Vamos dando tumbos, convencidos de la libertad en nuestras acciones, llenos del espíritu individualista de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI, creyendo que somos los amos de nuestras vidas y, al final, un alto porcentaje de lo que hacemos y pensamos nos pone a la altura de conejillos de indias que usan ropa, deslizan el dedo en la pantalla de un celular y se “enamoran”. El cerebro dirige la conducta hacia ese botón grande y rojo que le genere la mayor cantidad de placer con el menor gasto de energía posible.

¡Click! ¡Click! ¡Click!¡ClickClickClickClickClick…! 

Y como todos los mecanismos, se dañan o se traban. Y como todos los vicios, hay que ir subiendo la dosis para volver a sentir una patada parecida a la de la primera vez

El ritual

El mundo se divide en los que aman el cigarrillo y los que lo odian profundamente. Existe un grupo de tibios, que como cualquier tibio juega a desmarcarse de alguno de los polos pero sólo logra hacer el ridículo. En el caso puntual del tabaco, los tibios son los que terminan diciendo cosas absurdas como «Yo no fumo pero me fascina el olor» o solicitan bocanadas de humo en la cara, como una suerte de parafilia de esas que impresionan a cualquiera.

A continuación, romantizaremos el tabaquismo, un vicio que causa la muerte de unas 8 millones de personas al año:

Fumar involucra todos los sentidos, excita al cerebro por todos los frentes: las luces fluorescentes exhiben las cajetillas cubiertas de plástico que reflejan el alma de quien compra el tabaco. Los colores de los cartones sirven de guía a los diseñadores gráficos: el rojo Marlboro, las gamas de azules y celestes de Belmont, Boston y Chesterfield o el plateado de los Kent. Las tipografías de cada uno de ellos o el arte del tattoo (un tanto racista) de los cigarrillos Pielroja terminan la orgía dirigida a los conos y bastones que habitan en el globo ocular.

La cajetilla se toma entre las manos y con delicadeza se desviste por el cinturón mientras se disfruta el sonido del celofán. Se arranca el papel de protección y se admira la uniformidad de 20 cigarrillos en formación, alineados como en un desfile. Un trabajo de pulgares e índices. Un golpecito en el culo de la caja para que uno o dos brinquen de la formación y con suma delicadeza se lleva al elegido hasta los labios, un trabajo no sólo de índice sino también de mucho corazón. El fantasma de Freud debe estar orgulloso cada vez que un fumador o fumadora satisface su fijación oral (común en cualquier mamífero) cuando se lleva un cigarro a la boca.

(En mi caso soplaba dos veces la colilla, como un cariño, aire sin babas, como se soplaba una película de Nintendo).

Del sonido del celofán a los dos soplidos y después de eso el fuego. Fósforos o encendedores, lo importante es la conexión con otra de las fuerzas de la naturaleza. La rueda gira, la chispa hace combustión con el gas y la llama quema la punta del cigarrillo. La picadura de tabaco se quema al inhalar con suavidad. El humo hace el viaje a los pulmones que absorben como pueden una cantidad de químicos entre los cuales se destaca la nicotina, culpable de mejorar la atención o la memoria y de calmar a las bestias. Por eso al exhalar la primera bocanada la sensación de placer se compara a ratos con la de una petite mort (dejemos eso en francés que bien saben los fumadores francófilos de qué estoy hablando aquí).

El olor del tabaco quemándose y la danza del humo subiendo a la eternidad… sólo esa mitad, la de los fumadores, entenderá de lo que estoy hablando y correrá a fumarse un pucho si no es que ya va por la mitad de uno. La otra mitad hará malas caras y toserá mentalmente si a esta altura continúa leyendo este texto… sólo por fastidiar al primer grupo. Los tibios harán cosas de tibios como inhalar sin chistar el humo de segunda mano, o ahorcarse con una correa amarrada del tubo del closet, toqueteándose las fosas nasales mientras ven a Bruce Willis fumando en el Nakatomi Plaza en Duro de matar.

El cigarrillo y los humanos

¿Qué le vamos a hacer? Desde que los escoceses, a nombre de la corona británica, empezaron a sembrar y comercializar tabaco en América hace más de 400 años, fumar ha tenido la mejor agencia de publicidad por haber estado ligado al arte y la ciencia de occidente. Se le atribuyeron poderes mágicos relacionados con la intelectualidad, se volvió al cigarrillo un símbolo de estatus o de seriedad, lo que aumentó el número de consumidores.

El siglo XX puso al acto de fumar como parte de una serie de convenciones sociales, entre ellas el maridar el tabaco con el alcohol, la fiesta o el sexo. Hombres y mujeres compartiendo cigarrillos, encendiendo uno la llama del otro, utilizando ademanes para enfatizar frases, “haciéndose los interesantes” en una pausa, mirada puesta en el infinito, bocanada de humo, continuación de la frase.

Y sigo hablando de esos pitillitos envueltos en papel de arroz, cáncer puro y duro en paquetes de a 20 o 10 dosis (la media es para los adictos a autoengañarse, esos tibios que piensan que son “fumadores sociales”). Una verdadera droga nociva al alcance de los niños (del pasado del que vengo, un niño podía comprar imitaciones de cigarrillos de dulce, para que los niños “jugaran a ser grandes” con esa otra droga que es el azúcar).

Como cualquier vicio

Durante ese periodo de inseguridades y cambios hormonales que es la adolescencia, los humanos empiezan a fumar. Es el mejor paliativo para la tristeza, el aburrimiento, el miedo, la incertidumbre… una forma de pasar el tiempo con recompensa inmediata en los centros del placer del cerebro. Un cigarrillo pasa a ser la única y real compañía de la persona solitaria y… ni para qué agregar algo más dicho eso.

Porque es a partir de la adolescencia, con una serie de nuevas obligaciones y presiones reales e imaginarias, que se adquieren casi todos los vicios: comerse las uñas, nadar contracorriente, dejarse aplastar la autoestima, las drogas fuertes y las drogas aceptadas como el alcohol y el cigarrillo. Los fumadores buscarán grupos de fumadores para seguir con sus vidas (ningún no fumador quisiera un beso con sabor a cigarrillo), los no fumadores se irán con los no fumadores… Los tibios se pasarán la vida regañando a su pareja fumadora pero aspirando de forma obscena cuellos de camisa, dedos y narices.

Los fumadores intentarán dejarlo una, dos, siete veces ¡al año! Y sólo podrán lograrlo ante un acontecimiento disruptivo: el nacimiento de un hijo, la muerte de un ser muy querido o una revelación cósmica en forma de libro, charla o película. La mayoría de los fumadores saben que fuman porque algo está muy mal en sus cabezas o existe una tristeza honda que sólo se aplaca con cada bocanada; la mayoría de los fumadores saben de los daños irreversibles del tabaquismo, de los 42 tipos distintos de cáncer, de las otras patologías asociadas que aunque menos mortales no son necesariamente menos desagradables… Pero es un vicio, no se puede parar.

Tampoco se quiere parar. El razonamiento es simple: si el mundo se está yendo cuesta abajo sin que nadie lo detenga, qué más da ir hacia la destrucción disfrutando de un buen cigarrillo. Por eso la frase favorita de los fumadores es «De algo me tengo que morir». Y con eso está claro que fumar, como todas las cosas nocivas que nos encantan, no es sino una manera de suicidarse de a poco, rítmicamente hasta el último estertor.

Cumpleaños

Hace un año exacto no me fumo un cigarrillo. Ni entero, ni medio, ni “un chupito”… Mi vida no ha mejorado, tampoco me atrevo a decir que esté peor. Simplemente es la única vez, desde que di la primera bocanada a un cigarrillo, que paso 366 días sin fumar. ¿Me siento especial? Por supuesto que no. ¿Mi vida ha mejorado? Pues ahora puedo oler cosas que antes no, pero eso incluye los peores miasmas. 

¿Quizás ayudó la pandemia? Puede ser, pero no por las razones “buenas” como que las complicaciones y muerte por Covid-19 están íntimamente relacionadas con la función pulmonar y convendría dejar de fumar. No. En mi caso, dejar de fumar tendría que ver con el confinamiento, algo así como aceptar que lo que realmente me volvía nocivo y autodestructivo era juntarme con otras personas, “socializar”; que ir a bares y verme con gente era lo que realmente estimulaba mis ganas de inhalar cáncer en dosis de a 20, un cigarrillo detrás de otro, que la vieja “normalidad” me daba ganas de acelerar mi muerte.

Extraño el ritual, claro, los gestos, los ademanes, la pausa, el olor del tabaco. Pero seamos sinceros, lo único bueno de fumar es fumar, todo lo demás, como el pelo o la camisa después de una cajetilla, apesta. No extraño el dolor de garganta, la tos, las uñas manchadas de nicotina, el gasto excesivo en el kit completo que además de los cigarrillos, los diez mil encendedores, incluye el Omeprazol para el reflujo, el Fluimucil para los bronquios y los chicles para disfrazar el aliento de tabaco rancio.

Supongo que dejar de fumar no es algo insignificante. Así que celebraré este primer año barriendo y trapeando la sala, los cuartos, la cocina y el baño. Barrer y trapear en exceso, un par de vicios adquiridos en el tiempo eterno que llevamos de pandemia.  

Adenda

El tabaco es perjudicial para la salud. No es broma. Hace muchos años las cajetillas de cigarrillos en países como Suecia o Finlandia lo llevan impreso en Arial de 14 puntos: «Fumar mata».

Compartir