Espacio y Tiempo

Despertó del sueño programado y le fue difícil ubicarse en tiempo y espacio; el gas tranquilizante le ayudó a no entrar en pánico.

Controló la respiración hasta que se sintió seguro y pudo activar la puerta de su sarcófago; el cristal se deslizó con un ruido hidráulico. Dio un paso afuera y se desmayó porque no soportó el dolor de sus músculos entumecidos por la siesta de cien años en el conteo normal del tiempo solar.

Cuando abrió nuevamente los ojos, estaba rodeado por tres unidades médicas que se activaban cada vez que se abría una cápsula contenedora en la nave. Después de que le inyectaron algunos estimulantes regenerativos en su sistema nervioso pudo levantarse sin dolor. Los asistentes médicos regresaron a su sueño electrónico, no podían desperdiciar energía. Él se sentó en el puesto de mando y comenzó a revisar la bitácora: sin novedad. A través del vidrio panorámico del frente de la nave observó el espacio vacío. Silencio. Un silencio absoluto y triste.

Encendió el circuito de grabación y dio algunas indicaciones, coordenadas y pronósticos calculados a partir de las lecturas de los distintos sensores de cubierta. Recorrió los distintos módulos del vehículo. Revisó el funcionamiento de todos los equipos y luego se tendió en un camarote. Durmió nuevamente pero de forma natural. Pensó en el tiempo y los motivos del viaje. Era colono de un planeta semidestruido por siglos de excesos, de desperdicios que contaminaron el aire, el agua, la tierra, la vida. Él y un grupo pequeño disparado a todos los rincones del universo cargaban a sus espaldas la misión de continuar la vida, prolongar la especie humana. Lo despertaron el llanto y las ganas de gritar, acto inútil porque no había nadie cerca que pudiera escucharlo. De todas formas lo hizo. Pero ni los gritos parecían naturales dentro del hermetismo de la cabina.

Siete días, era el tiempo que tenía en animación. Todo estaba programado y coordinado para que al séptimo día retornara a su sueño centenario. Afuera sólo había oscuridad. Interrumpió sus cavilaciones y comenzó la inspección exterior. Se puso el traje especial y salió a la nada por una escotilla. Se soltó con un impulso y pensó en su planeta destruido mientras se dejaba ir. Treinta metros y la cuerda de seguridad detuvo el bulto que era su cuerpo con un brusco jalón. Intentó extraviar su mirada en el infinito pero el infinito parecía estar a medio centímetro de su nariz, en la inmensidad del espacio vacío todo era negritud.

Permaneció así un par de horas o tal vez un día, flotando y sostenido de un cordón: “Cosmonauta 01854, feto del espacio, hijo de una nueva raza sin padres ni tierra”. Regresó a la nave con una mala noticia para la bitácora, los fotómetros no detectaban luz en el espacio cercano y siguiendo los registros había una desaceleración. Revisó los cartogramas de ese sector del universo conocido y notó que estaba en “tierra de nadie”. Un tramo inmenso, lleno de nada, entre dos galaxias relativamente cercanas. Armó un impulsor de hidrógeno y desde el puesto de mando dio fuego. La inercia permitiría que su nave retomara alguna fuerza gravitacional en al menos 420 años terrestres. Era una nueva vida, diferente a como la habían conocido sus antepasados, la paciencia no era más una virtud sino una necesidad.

Cerró los ojos e intentó darse ánimos soñando con las praderas de su infancia, con los últimos animales del planeta e incluso las últimas personas con las que compartió un momento, una palabra. Sabía muy bien que el hombre y solo el hombre era el culpable de su miserable situación, gestor de su éxodo espacial y la soledad que él debía soportar después de cien años de suspensión inanimada.

Encendió el equipo de radio y no captó ninguna señal. Era probable que estuvieran suficientemente lejos como para no sintonizar ni siquiera los inicios de la radio terrestre a principios del siglo XX. Suspiró y pensó en lo mucho que le asombraba el cerebro humano. Olía a fresas y era imposible, el cosmonauta 01854 nunca logró conocerlas, pero estaba convencido de que eran fresas porque su madre siempre le habló de ellas. Cerró los ojos una vez más y descansó con la idea fija en la mente de ser el primer viajero espacial y temporal del que se tenía registro. Tenía 18 años pero con la última siesta criogénica completaba 700 años reales, dormía cien para vivir uno en siete días desde que dejó la Tierra. Ese era su destino, cargar las últimas esperanzas de una especie maldita por su soberbia.

No pudo evitar la sensación en el pecho de tener sentado a alguien encima suyo y ni siquiera poder gritar de miedo. Se sobresaltó en medio de la oscuridad, manoteando y gimiendo como niño asustado hasta que pudo ubicarse gracias a algunas bombillas led que titilaban en intervalos de un segundo. Los sistemas de luz se habían apagado para ahorrar energía y podía decirse que era de noche. Dio un giro sobre el camastro en el que reposaba su cuerpo y lloró, se quebró por completo en medio de sollozos. Durmió sin soñar como en la siesta congelada.

Al despertar del séptimo día, el cosmonauta 01854 recorrió la nave por última vez. Verificó circuitos, sensores y los sistemas eléctricos. Todo funcionaba. Su prisión de hojalata estaba en buenas condiciones, podría albergar su cuerpo inanimado por otros cien años. La nave tenía permiso para continuar su viaje solitario en el espacio. No le importaba. Hacía tiempo que había superado esa fase en la que morir por su propia mano parecía una idea excelente. Flotó bocarriba pensando en cómo sería su vida si encontrara otro planeta habitable, de tierra y agua, de oxígeno, de moléculas de carbono que permitieran el desarrollo de la vida humana como él la había conocido. “¿Sería acaso azul el cielo?”.

Se acercó a su sarcófago y lo examinó por dentro, pasaría allí suficiente tiempo como para verificar a profundidad la comodidad del sitio. Revisó el interior acolchado y movió la cabeza como gesto aprobatorio. Pasó sus manos por los bordes y se detuvo en un objeto extraño adherido a la superficie de aluminio de su ataúd interestelar. El cosmonauta sintió una punzada en el estómago que le transmitió más miedo que la oscuridad del espacio. Había encontrado una nota pegada en el lateral de su sarcófago: “Hola. 01737”.

Inmediatamente se sacudió la melancolía que lo consumía siempre que despertaba. Terminó de moverse por la sala revisando los otros sarcófagos de animación suspendida hasta que dio con el marcado 01737. Era el de una mujer, anónima igual que él. Cosmonauta como él mismo. Sola y única, quizás la última mujer en el universo. Dormida e inalcanzable, como la luz del sol que alguna vez sirvió a su planeta y antepasados. Experimentó algo nuevo, una emoción sobre otra, algo grande que terminó en una sonrisa en su cara virgen de alegría. Se sintió bien, con las manos apoyadas en el cristal, contemplando a la cosmonauta 01737 quien con una palabra había terminado la angustia de su soledad de centurias.

Tomó la nota y buscó en el puesto de mando algo que le sirviera para escribir. Respondió al mensaje y escribió uno nuevo y otro más. Su corazón palpitaba con rapidez al punto de encender algunos circuitos de alarma al interior de su traje.  Aunque sentía la falta de aire por lo agitada de su respiración, disfrutaba cada trazo en el papel. Ubicó las notas en el lateral de la cosmonauta 01737 y se quedó contemplando su cuerpo inanimado por un instante. De acuerdo con el cronómetro de su sarcófago, ella despertaría dentro de medio siglo y podría leer su respuesta. Así estaba programado todo, ninguno de los dos era dueño de ese tipo de decisiones.

A la hora de partir, el cosmonauta 01854 tomó su posición de durmiente y activó el vidrio protector. El sonido hidráulico aseguró la puerta y los sonidos robóticos ocuparon su lugar. Las agujas se le insertaron en venas y arterias y poco a poco el líquido enfriador comenzó a recorrer su torrente sanguíneo mientras el gas tranquilizante comenzaba a doparlo.

El sistema automático apagó las luces y todo fue silencio y oscuridad. El cosmonauta anónimo se concentró en las luces rojas y azules que titilaban en las paredes de la nave para recordarle que seguía con vida. Sus ojos se cerraron y por primera vez  en 700 años de sueño inducido, pudo soñar. No solo eso, soñó con algo distinto a los recuerdos de un pasado destruido.

FIN

 

Compartir