El músico, el soldado y el viejo

Mi abuelo paterno, José Vicente Sánchez B.

Esta semana murió Ennio Morricone, tenía 91 años y había recibido dos óscares, uno honorífico y otro casi igual de honorífico, pero más emocionante, por la banda sonora de la película de Tarantino: “Los 8 más odiados”. Mi abuelo tiene 91 años, no compuso ninguna banda sonora, ni tiene un solo Óscar (ni siquiera entre sus 6 hijos o sus 10 nietos varones), pero está vivo.

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Mi abuelo nació el 9 de octubre de 1928 en Manta (Cundinamarca), un pueblo en una montaña de difícil acceso, mucha agua y mucho frío, de tierras fértiles y paisajes increíbles como casi todo el altiplano cundiboyacense. Un pueblo que se fundó a finales del siglo XVI sobre el terreno muisca que invadieron los españoles.

Morricone nació un mes después en Roma (Italia), una ciudad que fue capital de imperio y base de lo que hoy llamamos “cultura occidental”, lo bueno y lo malo. Los paisajes de Roma están bonitos también, pero el aire se siente más fresco en Manta, definitivamente.

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La Roma de infancia de Morricone era la misma de Benito Mussolini y el fascismo italiano en el poder. Ennio, por su parte, militó en el Partido Comunista después de la guerra, una de las razones, según dicen, por la que Holywood le negó el Óscar a sus mejores obras. (Los dos recibidos fueron uno por trayectoria y el siguiente por un “reciclaje” de otros trabajos que puso en la cinta de Tarantino).

La Manta de infancia de mi abuelo era la del campo colombiano, trabajar la tierra de sol a sol, ir al pueblo el sábado, día de mercado a vender la cosecha. Ir a misa los domingos, confesarse y comulgar, para volver a empezar otra semana de ordeño por la madrugada y “echar mocho” (surcar la tierra con el azadón) todo el día. Manta era una región de conservadores, los mismos de Laureano Gómez y la constitución de 1886. Mi abuelo nunca militó ni milita en un partido político, pero repartía su pensión en mercados que llevaba a barrios de invasión, cuando podía salir a la calle.

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Morricone tenía el arte en las venas, su padre era trompetista y vivir en Roma lo ubicó en la misma ciudad de las más importantes escuelas de música de Europa, entre ellas el conservatorio en el que Ennio tuvo la oportunidad de estudiar. Mi abuelo, por su parte, era hijo de campesinos, aprendió de la tierra, de los animales, y en la escuela donde asistió hasta cuarto primaria, aprendió de aritmética, a leer y a escribir como un calígrafo profesional.

Ennio conoció a Sergio Leone (el director de cine) cuando estaba en el colegio, más tarde trabajarían juntos en el cine. Sergio Leone nos dio las películas de vaqueros por excelencia, al forajido sin nombre, encarnado por Clint Eastwood, y Morricone le pondría música a esas películas… los ‘gringos’ le llamarían spaghetti western porque en el fondo son bien racistas y no soportaban que unos italianos (con bastante ayuda de mexicanos y en locaciones españolas) contaran mejor que ellos la epopeya de la frontera, el salvaje oeste.

A mi abuelo, como a buen colombiano, le tocó vivir las películas en lugar de hacerlas. “Acusado por un delito que no cometió” (se perdió un borrador en el salón de la escuela), humillado por sus compañeros y la maestra, huyó del pueblo en un camión y terminó viviendo en las calles de Bogotá a finales de la década del 30. Encontró refugio en un hotel donde trabajó de botones, trabajó en los autobuses, de mensajero y, finalmente, terminó regalándose al Ejército Nacional como soldado profesional.

Era 1948, el mismo año en que estalló una oleada de violencia en Colombia a partir del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (otro muisca del valle de Tenza, como mi abuelo). Entretanto, la Roma de Morricone empezaba a reconstruirse después de la segunda guerra mundial, Italia había perdido por segunda vez la guerra y había que reconstruirla.

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A partir de la década del 50, la carrera del compositor italiano despegó en el cine. Primero como “músico fantasma”, arreglando los trabajos de gente con más renombre que él, luego como él mismo. La obra de Morricone nos habla del viento, sus bandas sonoras mejor logradas se caracterizan por usar instrumentos como la trompeta, la ocarina, el oboe y, por supuesto, la voz humana.

En la década del 50, mi abuelo subió en la carrera de suboficial y llegó a sargento, formaba parte de un ejército que intentaba apagar el incendio provocado por la clase política del país. El mismo que llegaría al poder por intermedio del general Gustavo Rojas Pinilla, el ingeniero militar que en su papel de “dictador” invirtió en infraestructura: puentes, carreteras, aeropuertos, y mejoras en las comunicaciones: antenas de radio y la introducción de la televisión.

Mi abuelo fue alcalde militar de varios municipios durante la “era Rojas” y se salvó de ir a la guerra de Corea por obra y gracia de su madre que, en silla de ruedas, le imploró al general que no se llevara a su hijo y único sustento. Lo sacaron de la formación y no lo llevaron a matar o morir al sudeste asiático donde Colombia fue a pelear una guerra que no le competía. Así lo contó un día y hay que creerle al abuelo, porque sus historias encajan con tantos absurdos de la realidad nacional (los críticos literarios llamaron a eso realismo mágico, una forma sencilla de explicar la compleja realidad latinoamericana).

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El uno compuso la banda sonora del western, el otro tuvo que empuñar un arma y vivir el viejo oeste a la colombiana (que no ha terminado aún, si tenemos en cuenta la vida de la Colombia rural, con paramilitares que cuidan las inversiones de empresarios y emprendedores, como Henry Fonda en “Érase una vez en el oeste”). Cada quién hizo lo que pudo con lo que le permitió el sitio donde nació, quizás en Italia mi abuelo también habría podido ser un artista y quizás en Colombia, Ennio no habría sido músico sino ayudante de panadero en Engativá (dudo que sus pandeyucas superaran a los que hornea mi abuelo a sus 91años).

Ambos, Morricone y mi abuelo, fueron criados bajo la doctrina de la religión católica. Católicos, apostólicos y romanos, seguidores del Papa Francisco (mi abuelo muy devoto de la virgen María). Morricone, de hecho, compuso música para el Papa, mi abuelo cantaba todos los himnos en la iglesia con su voz de tenor.

Epílogo

Ennio Morricone y su esposa María estaban en confinamiento en su casa en Roma por causa del Covid-19, “se cayó y se fracturó el fémur” dijeron los medios de comunicación; a esa edad puede ser que te caigas y te fractures o te fractures y te caigas, si estornudas bajando las escaleras o saliendo de la bañera, es posible figurar en los obituarios.

En Bucaramanga, el abuelo está confinado con su esposa María (mi abuelita de 90 años) en un primer piso sin escaleras o bañeras asesinas, sus seis hijos médicos y médica lo tienen monitoreado 24/7 por si estornuda poder agarrarlo antes de que toque el suelo. Él solito organiza sus pastillas y se mide la tensión todos los días para registrarla en un cuaderno.

En esta semana que acaba de pasar, la llama de Morricone se extinguió, un genio de la música del siglo XX partió en un viaje sin retorno. No sé si mi abuelo sepa quién era Ennio Morricone, o si pudo escuchar sus bandas sonoras en el cine. Quizás vio la noticia de la muerte del italiano en la televisión, pero definitivamente no la escuchó porque, a diferencia del músico italiano, desde hace años mi abuelo está medio sordo.

La vida es una moneda lanzada al aire en un duelo, pero eso ya lo teníamos claro.

Adenda: desde que se retiró del ejército, mi abuelo mantuvo en su casa un revólver Colt 32. En 2009 me lo prestó para usarlo como utilería (sin balas, por supuesto) en el único cortometraje que escribí y dirigí: “Reembolso”. No pensaba devolvérselo y “salir de parte” en la herencia, pero me dijo que lo necesitaba para entregarlo a Indumil cuando inició el proceso de paz con la guerrilla de las FARC, porque él también quería tener un gesto simbólico y demostrar que es un hombre de paz… No hay discusión posible ante semejante determinación.

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