El cine, el arte del engaño

Un hombre intenta ingresar a una organización, pero fracasa, sin embargo, inventa toda una narrativa acerca de sus logros en la organización. Luego hace un viaje de diez mil kilómetros a un nuevo continente donde nadie le conoce y es feliz contando su historia, hasta que…

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Cuando era niño veíamos películas “serie B”, era lo que se podía conseguir en la televisión. Películas producidas durante la guerra fría: acción, artes marciales, ciencia ficción más o menos cutre, e incluso algo de terror y gore. La oferta no era muy variada, pero era más que suficiente. En esa misma época el cartel de Medellín ponía bombas por todo el país, los asesinatos estaban a la orden del día, no se podía confiar en el ejército o la policía y la economía era un desastre… Pensándolo bien, lo único que ha cambiado es que el nombre y la bandera de la Unión Soviética ya no existen.

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Una de mis películas favoritas de ese entonces se llamaba “Shaolin americano”, un largometraje en el que Drew, un artista marcial de la costa oeste de Estados Unidos, viaja a China para entrenarse en el Templo Shaolin, aprender kung fu, regresar a casa y derrotar a su enemigo, un tal Trevor que es una mezcla entre narcotraficante, actor porno y galán de finales de la década del 80 (atlético y excesivamente bronceado, una cadena en el cuello, pelo largo amarrado en una cola de caballo, que iba sin camisa por la vida).

Por supuesto, Drew, un pálido “americano”, es rechazado en el Templo Shaolin, sin embargo, después de seguir el consejo de un barrendero, quien le recomienda perseverar, Drew logra ser aceptado. (¡Sorpresa! El barrendero era el gran maestro del templo). Y empieza su duro entrenamiento para convertirse en monje guerrero.

La película nos muestra las rutinas de los Shaolin en hermosos planos que tienen tintes de documental. Vemos cómo al principio Drew sufre bullying por parte de uno de sus compañeros, Gao, la indiferencia de otros 200 extras, la aceptación de algunos “pro-americanos” (Mikimaus, jotdogs, americans, ¿Yes?). Drew les enseña su música rock, a usar gorras y a objetivar de una forma más “americana” a las mujeres en la escena de un baile, para luego irse a las manos con unos “punks” de la China rural como si estuvieran en una fiesta de granero de Indiana… En fin, pasan cosas.

Al final todos se gradúan después de pasar por la última prueba que incluye pelearse con 300 muñecos de madera, pero el gran maestro le dice a Drew que por no ser chino no puede ser monje. (Posiblemente un problema de sellos y disposición burocrática, como tratar de legalizar un diploma de colegio en la Secretaría de Educación de Bucaramanga, Colombia… en eso nos parecemos a la China comunista rural de 1991).

Y los invitan a Shangai a un torneo internacional de artes marciales. Y ellos van, claro ¿y a quién se encuentran? ¡A Trevor! Claramente, porque Drew tiene que partirle la cara de vuelta o… ¿No? Suficiente spoiler, que en serio deben ver la película, está en Youtube, doblada “al españolete” (que es con “tíos”, “vengas” y “joderes”, pero como es tan vieja la peli, nada “mola”, nada es “guay” y nada “lo peta”… todavía).

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Pero volvamos al tipo de la introducción de este post, que ciertamente no estaba hablando de Drew. No. El que siempre me ha importado a mí es el Maestro Kwan, el maestro que enseñó artes marciales a Drew en primer lugar, en Estados Unidos, en la costa oeste. Es uno de los personajes más interesantes y enigmáticos de la historia de las películas de artes marciales.

El Maestro Kwan, interpretado por Kim Chan (El rey de la comedia, El quinto elemento, Shangai Knights, Kung fu: la leyenda continúa, entre otras), está sentado en la arena de la playa fumando su pipa junto a una fogata en plena luz del día, pensando en la derrota de Drew (al principio de la película). Drew, por su parte, está sentado sobre la arena con la espalda recostada en un Jeep Wrangler del 91. El maestro Kwan dice «La próxima vez lo aplastaremos», pero Drew le dice que no, que mejor se busque otro estudiante porque él lo ha decepcionado. El maestro Kwan se queda pensando con la pipa en la mano y dice «En Shaolin…», pero no termina.

Hasta ese momento estábamos acostumbrados a los maestros como Miyagi (Pat Morita en Karate Kid, 1984), pero lo que sigue a continuación es épico, el maestro Kwan dice que nunca estuvo en el Templo Shaolin y que se “sugestionó a sí mismo de que era verdad sólo para convencer a los demás”. El tipo nunca fue entrenado en el templo y su cuento le alcanzó para migrar a Estados Unidos, engañar a un muchachito y hacer que llegara a la final de un torneo importante de artes marciales. ¿Ah?

En serio: ¡¿Ah?!

El Maestro Kwan le dice a Drew: «Te he enseñado todo lo que he podido, pero ya no basta. Te quiero como un hijo, Drew. Puedes llegar a la cima del mundo, pero yo no te voy a llevar». Eso impulsa a Drew a decir: «Maestro, yo haré lo que usted no pudo, iré al Templo Shaolin y me convertiré en un guerrero shaolin», a lo que el Maestro Kwan, un farsante ya “americanizado” le responde lo más romántico que puede decirse a alguien en la cuna del capitalismo salvaje: «Déjame pagarte el pasaje, es lo mínimo que puedo hacer».

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La película es lo que hoy podrían llamar una película “mala” y, sin embargo, entretiene mucho más que tantas “obras maestras” que citan en todas partes para sentir una especie de superioridad intelectual. Que la crítica de cine diga lo que quiera, Shaolin americano tiene toda la escala de grises de su época, contiene un pedazo grande de la torta conceptual del siglo XX tras la caída del muro de Berlín.

Vean la película y me cuentan.

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